Escrito por Eduardo M Romano el 7 abril, 2014
Al desconcierto le siguió la decepción. Y a las dos
ella las sintió en lo más hondo. Como si se le hubieran
desmontado buena parte de esa clase de resguardos
que todos tenemos en lo íntimo…porque nos dan
el amparo y la protección que hacen falta,
en los momentos precisos.
Son esa clase de lealtades que jamás abandonan
y que precisamente por eso,
hacen posible que podamos seguir adelante
con mucho de lo nuestro.
Esta conmoción que les digo,
produjo en ella, una mezcla de dolor y desesperanza.
Porque siempre había dado por descontado,
que se trataba de una persona de lo más cercana y confiable
De ésas que a uno no se le cruza la duda, ni menos la sospecha…
…aunque en su caso, ya se habían acumulado con el tiempo,
muchos indicios, a los que ella, por algún motivo,
optó por ignorarlos.
Bueno,en gran medida, la inquietud que ahora estaba
sintiendo y esa desazón que todavía estaba huérfana de nombre,
tenían que ver con el hecho de que esa otra persona,
en la que siempre había creído y depositado toda su confianza..
con esa seguridad que uno la da tan por descontada,
que ni siquiera se pone a pensarla…le había mentido,
enredándola sin vueltas,
en sus manejos egoístas y en esa clase de manipulaciones,
que habían llegado a tal extremo,
que ya no podía negarlas,
por más ganas que tuviera…
…es que ya no cabían las excusas tardías
ni las disculpas inconsistentes. Esas que se usan
como para salir del paso.
Tampoco había ya lugar (era lo que ella sentía),
para apelar al olvido,
ni para echarle mano al borrón y cuenta nueva.
Menos aún para fingir
que nada había pasado
y que todo podría volver
a ser como antes.
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